De ahí en mas, solo me dediqué a devorar todos los libros que pudiera conseguir de este escritor cubano, y me puse a hojear por internet hasta que encontré la hermosa "Trilogía Sucia de la Habana". Y hermoso es mucho decir porque de hermoso no tiene nada. Es un libro escrito en medio de una gran desesperación.
Casualmente, en ese momento de mi vida me encontraba también devorando la literatura de Bukowski. Y este tipo es otro Bukowski pero caribeño, centroamericano y mas cachondo. Y en conmemoración a mi segunda leída de Trilogía Sucia se me ocurre escribir esto como homenaje en vida a este maravilloso escritor que me contagió de tanta vida en un momento fundamental.
Espero que muchos tomen esta recomendación y corran a la librería o biblioteca o programa de descarga mas cercano y consigan lo que encuentren del Pedro Juan que es lo más.
Como muestra les dejo un videito y algunos fragmentos que tomé medio rapidito de Trilogía Sucia de la Habana:
-¿Por qué no te pones a cuidar algún viejo, acere? Ahí al doblar hay un viejo inválido que vive solo. Tiene como ochenta años y es un tipo difícil y cascarrabias, pero con paciencia tú lo controlas. Se le murió la mujer hace un par de meses, y se va a morir de hambre y de churre. Cuélate allí con él, lo cuidas, le quitas la mugre y le buscas un poco de comida y cuando se muera te quedas con la casa. Vas a estar mejor que en la calle.
Terminamos la botella. Le compré otra y me fui a ver al viejo. Era un tipo duro. Un negro muy viejo. Destrozado pero no destruido. Vivía en San Lázaro 558, y se pasaba el día sentado silenciosamente en su silla de ruedas, asomado a la puerta, mirando el tráfico, respirando el hollín del petróleo y vendiendo cajas de cigarrillos un poco más barato que en las tiendas. Le compré una. La abrí y le brindé, pero no me aceptó. Le brindé ron y tampoco quiso. Yo tenía buen humor. Ya con un poco de dinero en el bolsillo, una botella de ron y una caja de cigarrillos el mundo empezaba a cambiar de color. Le comenté esto al viejo y estuvimos hablando un buen rato. Yo tenía media botella de ron adentro, y eso me ponía conversador y jocoso. Después de una hora y unos cuantos tragos (al fin aceptó beber conmigo), el viejo me dio una pista: había trabajado en teatro.
-¿En cuál? ¿En el Martí?
-No. En el Shangai.
-Ah, ¿y qué hacía allí? Dicen que era de mujeres encueras y eso. ¿Es verdad que lo cerraron enseguida, al principio de la Revolución?
-Sí, pero yo no trabajaba allí hacía tiempo. Yo era Supermán. Siempre había una cartelera para mí solo: «Supermán, único en el mundo, exclusivo en este teatro.» ¿Tú sabes cuánto medía mi pinga bien parada? Treinta centímetros. Yo era un fenómeno. Así me anunciaban: «Un fenómeno de la naturaleza... Supermán... treinta centímetros, doce pulgadas, un pie de Superpinga... con ustedes... ¡Supermán!»
-¿Usted solo en el escenario?
-Sí, yo solo. Salía envuelto en una capa de seda roja y azul. En el medio del escenario me paraba frente al público, abría la capa de un golpe y me quedaba en cueros, con la pinga caída. Me sentaba en una silla y al parecer miraba al público. En realidad estaba mirando a una blanca, rubia, que me ponían entre bambalinas, sobre una cama. Esa mujer me tenía loco. Se hacía una paja y cuando ya estaba caliente se le unía un blanco y comenzaba a hacer de todo. De todo. Aquello era tremendo. Pero nadie los veía. Era sólo para mí. Mirando eso se me paraba la pinga a reventar y, sin tocarla en ningún momento, me venía. Yo tenía veintipico de años y lanzaba unos chorros de leche tan potentes que llegaban al público de la primera fila y rociaba a todos los maricones.
-¿Y eso lo hacía todas las noches?
-Todas las noches. Sin fallar una. Yo ganaba buena plata, y cuando me venía con esos chorros tan largos y abría la boca y empezaba a gemir con los ojos en blanco y me levantaba de la silla como si estuviera enmariguanado, los maricones se disputaban para bañarse con mi leche como si fueran cintas de serpentina en un carnaval, entonces me lanzaban dinero al escenario y pataleaban y me gritaban: «¡Bravo, bravo, Supermán!» Ése era mi público y yo era un artista que los hacía felices. Los sábados y domingos ganaba más porque el teatro se llenaba. Llegué a ser tan famoso que iban turistas de todas partes del mundo a verme.
-¿Y por qué lo dejó?
-Porque la vida es así. A veces estás arriba y a veces estás abajo. Ya con treinta y dos años más o menos los chorros de leche empezaron a reducirse y después llegó un momento en que perdía concentración y a veces la pinga se me caía un poco y de nuevo se paraba. Muchas noches no podía venirme. Yo estaba ya medio loco porque fueron muchos años forzando el cerebro. Tomaba bicho de carey, ginseng, en la farmacia china de Zanja me preparaban un jarabe que me daba resultado, pero me ponía muy nervioso. Nadie se imaginaba lo que me costaba ganarme la vida así. Yo tenía mi mujer. Estuvimos juntos toda la vida como quien dice, desde que yo llegué a La Habana hasta que ella se murió hace unos meses. Bueno, pues nunca pude venirme con ella en esa época. Nunca tuvimos hijos. Mi mujer jamás vio mi leche en doce años. Era una santa. Ella sabía que si templábamos como Dios manda y yo me venía, por la noche no podía hacer mi número en el Shangai. Yo tenía que acumular toda mi leche de veinticuatro horas para el espectáculo de Supermán.
Bueno, ese es Pedro Juan. Parece un libro de literatura porno pero fui yo el que seleccionó esos momentos porque me dan mucha gracia y además me gusta la literatura erótica y esto se parece bastante jaja.
Ahora que termino esto me viene a la mente una noche en la que andaba con ese libro y fuí a tocar con la banda. En eso terminamos, y en medio de la borrachera saqué el libro y me puse a leer algunos cuentos de alguno de sus libros, creo que era El Insaciable Hombre Araña. No lo recuerdo bien. Fue una buena noche. Nos cagamos de risa. Es tan hijo de puta este tipo. A veces te da ganas de irte a vivir al Caribe y otras veces te hace disfrutar el confort de tu hogar en el sur de América
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